Apenas hace unas semanas cerramos el 2015 con la promesa de un disco que traería alegría a nuestros oídos. No todo lo que David Bowie ha hecho musicalmente es digno de medallas, pero sí es para agradecer su espíritu arriesgado, osado, nunca intentó repetirse, siempre a la vanguardia, en busca de sonidos diferentes. Hoy se ha ido, se regresó al planeta de donde vino y para dejar constancia de lo que logró dejó una carta de despedida: Blackstar.
A escasos 4 días de su cumpleaños 69 y la publicación de esa última muestra de cariño hacia su profesión como músico, Bowie deja pistas de que Blackstar es su testimonio ante el acoso de la muerte, el recuento de la lucha contra un cáncer que finalmente le venció. Un disco tan oscuro y con tantos momentos en los que el autor parece encontrarse acorralado nos hacen pensar que lo que escuchamos es el desahogo de una mente que agoniza.
Está claro que Bowie puso a Blackstar como nave de regreso a algún lugar que nadie conoce, del que no existen relatos certeros sobre formas y fondos. Y se fue como lo que era: elegante en sus composiciones, enigmático, explorador constante y descarado. Por eso era un genio, no porque todas sus empresas resultaran magníficas, sino porque prefería arriesgar todo, así culminara en el gran fracaso o la broma insulsa. La entrega, eso deja ese último disco, como una pequeña muestra de un espíritu prolífico, alejado de la excentricidad que pide a gritos el reconocimiento. Major Tom no buscaba la notoriedad, él era así, arrojado.
Blackstar es breve, sólo 7 temas que piden mucha atención, porque es el texto final de Ziggy, uno donde anuncia que no hay más ir y venir de nuevas entidades. Es la bitácora del viajero, el repaso de las horas funestas previo al momento de partir.
“Algún día seré libre, como ese pájaro azul…” canta Bowie en “Lazarus“, el segundo corte promocional de Blackstar que dio continuidad al tema homónimo con el que dio a conocer su nuevo material. Ese donde habla de ejecuciones y de volver a casa, ese donde menciona al protagonista que muere, cuando alguien toma su lugar y las lágrimas brotan por el que ya no está. Perverso. El Duque Blanco sabe que nadie podrá ser como él.
¿Más siniestro todavía? Como adelantándose a todo, el británico pregunta en “Girl loves me“: “¿adónde carajos se fue el lunes?”. Sí, ahora todo se ve como una trágica coincidencia o un sarcástico plan para que todo encaje.
No es nuevo, la música de Bowie siempre ha abordado la muerte, lo desconocido, lo ambiguo, eso que nadie conoce, lo que al camaleón le apasionaba tanto. Blackstar no podía estar fuera de esas indagatorias, de las miles de preguntas planteadas durante una nutrida carrera.
En una primera escucha el comentario forzoso fue “otra vez Bowie y sus códigos ocultos”, “¿ahora qué trama, qué nuevo personaje se asoma entre líneas?”. Bueno, era Aladdin Shane alzando la mano, agitándola a modo de adiós. Ese es el concepto, el del autor que da un último aliento luego de ver lo construido. No sólo en Blackstar, sino toda una carrera, como uno de los realizadores más importantes de su tiempo, el influyente, el que en “Dollar Days” se confesó y no nos dimos cuenta: “I’m trying too, I’m dying too”.
Aderezado además con esos ritmos del jazz tan libres, como una mente revuelta, llena de ideas, revoloteando por todos lados y tratando de concretar. Es un disco con muchos alientos, en él se fue hasta el último y ya no quedó más en el cuerpo de Bowie, porque en su música dejó todo.
Sin ser su disco más brillante, Bowie nos deja con un carta musical que da fe que nunca quiso ser convencional, de que se convirtió en la esencia misma del rock: experimentar, buscar, descubrir, el eterno enemigo de “lo mismo”. No podía ser de otro modo. El andrógino Stardust siempre abogó por evolucionar. Hoy lo hizo de otra forma.
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