Adiós bebé.
6:30 de la mañana de un lunes de diciembre.
El papá toca una melodía oscura en la guitarra eléctrica. Puedo sentir el dolor detrás de cada nota, cada acorde. La casa se llena de sonidos que poco a poco son lamentos.
No hay nada más que hacer, lo hecho está hecho y aunque pueda tener algún síntoma de arrepentimiento, que me deje dominar por el deseo de subirme al automóvil e ir a buscarlo pero sé muy bien que la mejor manera de protegerlo es quedarme callada y tratar de sobrevivir como si nada haya pasado.
Alex ya no está con nosotros. Alex ya no dormirá en su cunita. El oso de peluche Horacio, ya sin piernas y brazos y con el olor de sangre putrefacta, se quedará ahí, en el mueble del cuarto de niños. La luz de esa habitación jamás se volverá a encender y esa zona de la casa quedará clausurada.
Cualquier separación, y más si es la de un hijo, duele y es una continua raspada debajo la piel. Es un raspón que nunca desaparecerá y que tal vez, en algún día bueno, logre olvidarlo por unos momentos.
Pero una parte de mí quiere encontrarlo. Y abrazarlo, pegar su cabecita a mi pecho y decirle: Alex…te extraño.
Tardé en escribir estas líneas porque simplemente no tenía ganas de hacer nada. Después de los sucesos del 31 de octubre me quedé sin fuerzas, destruida física y anímicamente. El padre estaba igual, se refugió en su música y desde ese día sólo compone temas lúgubres -creo que lo extraña más que yo y espera traerlo de vuelta-.
El 31 de octubre Alex ya no quiso contener su hambre. A pesar de ser un bebecito de meses ya parecía un niño de 5 años ¡sus piernas son súper fuertes! y creo que pensó que era suficiente. Aprovechó que me dormí unos breves minutos y salió de la casa……Y la lluvia de sangre, extremidades y órganos internos comenzó.
El cuello de Fina, mi vecina, fue su primer objetivo. Le arrancó la piel una y otra vez y los gritos me despertaron. Alex sólo me volteó a ver sonriendo y se fue corriendo.
Esa fuerza descomunal que demostró no me la esperaba. Fue al parque y ahí mismo comenzó el festín sangriento: mamás, papás, familias enteras, mascotas, todos perecieron bajo sus fauces. Simplemente me quedé parada observando el espectáculo.
“Alex, ya basta. Es suficiente. Te vas a empachar”. Me obedeció , me tomó de la mano, y comenzamos a caminar rumbo a la casa. Al llegar a la puerta me detuve y supe que ya no podía seguir con esta situación. Ya no, por favor.
-“Permíteme bebé, vamos a dar un paseo en el coche. Voy por tu almohada para que descanses”. Fui a la habitación, tomé el objeto, y unas tijeras negras muy filosas que suelo utilizar para cortar tela, dobladillos.
Nos subimos al coche y Alex dormitaba, chupando un dedo cubierto de sangre (que no era el suyo, tenía una uña pintada de fucsia). Seguí manejando y pasé Periférico, hasta el monte. Mi bebé dormía.
Me bajé del vehículo y lo cargué, envolviéndolo en la almohada y las tijeras ocultas. En un paraje en el que me sentí oculta de miradas indiscretas, lo acosté y me dispuse a hacer lo que tanto pospuse durante tanto tiempo.
Alex ya estaba completamente dormidos. Coloqué la almohada sobre su cabeza, tomé las tijeras y alcé el brazo dispuesta a clavárselas tan profundamente que ya no volviera a despertar. Y mi nené, mi hijo despertó.
Sus pupilas se dilataron y una lágrima cayó de sus ojos pero no se resistió, simplemente me miró.
No pude.
No pude.
No pude.
-Vete mi amor. Vete y que nadie te vea. Jamás vuelvas por acá. Vete.
Sus pupilas se dilataron más y se dio la media vuelta, arrastrándose como serpiente.
-Adiós bebé, aléjate y protégete.