El bebé
Es tan pequeño, tan bello. Su nariz es como la mía, las cejas están igualitas a las de su papá…
Estoy encerrada en esta habitación aséptica, sentada en una tina llena de agua y sangre. El olor del alcohol me comienza a marear, nunca me ha gustado porque me recuerda a las dolorosas inyecciones que curaban todos los males de mi infancia. La doctora y las dos enfermeras me dejaron sola con el eco de sus gritos (¡odio a la gente histérica!). El papá está del otro lado de la puerta, tratando de poner en orden sus ideas; lo entiendo, se que volverá. Mientras tanto, mi bebé disfruta su primer sueño en el mundo real, acurrucado en mis brazos. Unos “bigotitos” de sangre rodean su boca.
Nueve meses atrás, cuando me enteré que estaba embarazada, no sabía si alegrarme o llorar. Por mi mente pasaron el trabajo, las diversiones que el papá y yo perderíamos, mi individualidad, mi cuerpo deformado, las horas de sueño, las estrías que me saldrían… No era algo que estaba en los planes, pero lo aceptamos. En algún momento llegaría el instinto maternal.
Hice todo lo que tenía que hacer: ultrasonidos, visitas regulares al médico, comprar un libro de nombres, ropita, pañaleras, canguro, juguetes, ir a cursos de respiración, quejarme con otras embarazadas de mi estado, pedir jícama con chile y chocolate, separar de una vez un lugar en una buena guardería…
Dar a luz en el agua, la matronatación, es lo de moda porque supuestamente reduce el dolor del parto, y a mí no me gusta ni que me pellizquen, así que por supuesto pagué algunos miles de pesos por ser sometida a este procedimiento.
Un día de julio, el mes en que no pasa absolutamente nada, pasó todo. Qué fastidio son las contracciones….El agua de la tina estaba calientita, me sentía extrañamente tranquila ante esa gente rara que sería testigo de un momento crucial en mi vida. El papá estaba a mi lado, tal como lo recomienda el manual del procedimiento. Sudor, sudor, sudor, gritos, gritos, llanto de bebé, más gritos… pero ya no de recién nacido.
No entendía que pasaba, en mi debilidad pude ver expresiones de asco y horror. No entiendo por qué, mi pequeñín tenía hambre y simplemente apretó con su boquita, carente de dientes, un pedazo de la carne del brazo de la doctora. Pobrecito, seguro se sentía tan desesperado que prácticamente le arrancó la extremidad. Qué gente tan incomprensiva. Lo peor, esa mujer que hizo el juramento de Hipócrates ¡lo aventó contra la pared!. En ese instante, sentí que eso que llaman instinto materno nacía en mí con una intensidad extraordinaria. No sé de dónde me salió tan fuerza, pero salí del agua y me abalancé sobre esa mala persona con todas las ganas de que sintiera el peor de los sufrimientos por dañar a mi bebé.
El papá recogió el maltrecho cuerpecito del nené y únicamente observó los hechos que se desarrollaban. Las dos enfermeras me separaron de la responsable de sus evaluaciones y salieron corriendo de la habitación, con más gritos (¡cállense!).Quise regresar a la relativa tranquilidad de la tina y allá volví, ahora con mi hijo (¿o hija?, qué importa) conmigo, para que no le pase nada más. ¿Qué mejor lugar que los brazos de su madre?.
El papá me lo dio, le dio un beso en la frente, luego me dio uno y se fue, asegurándose de ponerle cerrojo a la puerta.
Conozco sus silencios, nada más necesita un poco de espacio. Me parece escuchar un conjunto de voces alteradas a lo lejos… Silencio por favor.. está durmiendo.
*Pronto, la segunda parte de esta miniserie textual.