En un par de días seré la “señora de las cuatro décadas” y decidí que el mejor regalo para celebrar que estoy en el mundo desde fines de los setenta era comprar un “Chucky, el Muñeco Diabólico”. Tamaño real por supuesto.
Mujeres y hombres en mi misma situación onomástica pensarán otras cosas, viajes, joyas, automóviles, abrigos de mink falsos para caminar en el Centro Histórico de Mérida a las 2 de la tarde, qué se yo. Afortunadamente la búsqueda de la satisfacción de cada quien es tan diferente que sólo podemos opinar: “Cada quién hace con su dinero lo que le venga en gana”.
Yo quería ese Chucky porque soy fan del horror, vivo para el horror y no hay edad para el horror. No hay edad para nada, sólo para no saltar la cuerda porque hay que cuidar que no se te rompa la cadera, aunque otros digan lo contrario. En fin, esta historia es coyuntural, lo realmente importante es que fui a la tienda a comprar mi “Good Guy” y me sentía plena y feliz, hasta que se me acercó un chiquitín de unos 10 años.
-¿Vas a comprar el Chucky?-
-Sí- contesté sonriente, orgullosa, honrosa, si fuera pavo mis plumas habrían llenado el local.
-Chucky ya no le da miedo a nadie-
Y se fue.
Pensé muchas cosas. Varias. Que los niños de ahora son extrovertidos, que qué demonios le importa, pero bueno. Lo relevante es que nuevamente caí en cuenta que el concepto del miedo ha cambiado con los tiempos. Es parte de la naturaleza humana.
Desde hace días, mis amigos y compañeros Millenials me hablan con emoción del estreno de los filmes de “Slenderman” y “La Monja”, y me quedo así de: “Ahhhh, mira qué suave”.
No es que me disguste el nuevo cine de horror, “Hereditary” me dejó sin dormir una semana, me dediqué a analizar en mis ratos libres, se la recomendé a quien se dejó y casi pongo un altar a Toni Collette porque me pareció un largometraje que reinterpretó el horror y nos tomó por sorpresa. FANTÁSTICA.
En las primeras cinco décadas del siglo XX, Lon Chaney, Bela Lugosi, Boris Karloff , con sus interpretaciones de El Hombre Lobo, Drácula y Frankenstein hicieron temblar a una generación. A mis contemporáneos nos dan risa y ternura, aunque reconocemos su valía en el horror. Sin ellos no tendríamos nada.
Estoy esperando el nuevo filme de Michael Myers desde que se anunció. Hasta la dueña de la tienda de la esquina de mi casa sabe que quiero ver esa película. “Halloween”, para mí, posee un significado personal, cultural y social que difícilmente veo en otras.
Sin embargo, para niños como el de la tienda de juguetes no valen nada. Está bien. Nuestras circunstancias sociales y vivenciales son diferentes y las realidad distan mucho generacionalmente. Y qué bueno, porque nos da una oportunidad de retroalimentarnos como seres humanos.