Creí haber nacido a los 20 años. Esa fue la edad de mi primera gran epifanía: mi cuerpo y mi mente comprendieron que la vida no se vivía en automático, qué habría que decidir, elegir, optar.
Luego descubriría que ese primer nacimiento era sólo el principio de una sucesión infinita de nuevos nacimientos, con sus respectivas y perennes escenas de muerte. Cada renacer acompañado del deterioro de mi cuerpo acongojado por algún dolor, por algún sentimiento lacerante, que marchita mi piel, que de pronto me constriñe en un ovillo y otras veces tira de mis miembros, que me deja marchitar como castigo… o como olvido.
Descubrí también que al contraerse, al expandirse, al aletargarse, mi cuerpo se modela (a veces sutil, otras abruptamente) para al final —en ese justo momento en que muere y se prepara para renacer— comprender el sufrimiento y detonar una renovación que al dejar mi cuerpo lacio, descansado, lo revive, lo fortalece, lo madura.
Ésta es la cronología: