Para que una película de aventuras funciones, los secuaces son necesarios: el héroe casi siempre cuenta con aliados que le ayuden a conseguir el triunfo sobre el mal, mientras que los villanos juntan esbirros que colaboren con sus tropelías. No es regla, pero cuando ocurre, suele dar buenos resultados y en ocasiones, sólo algunas veces, estos secundarios se roban el filme.
Los Minions irrumpieron en el mundo del cine en el 2010 al lado del villano animado Gru y se volvieron los “monitos” amarillos más simpáticos y reconocidos en el planeta después de los Simpson -porque el trono color canario sólo tiene un rey, hasta ahora- y, la verdad sea dicha, se robaron el corazón de millones.
Por tanto, una película en solitario que funcionara tanto como spin-off y precuela no era mala idea. Salvo que otras producciones similares que han intentado lo mismo no han salido bien libradas.
El caso más reciente fue el de Los pingüinos de Madagascar (2014): los alados funcionan mejor como comparsa y su aparición en solitario es tibio comparándolo con lo exhibido en anteriores filmes donde son material de reparto.
Y esto es así porque son diseñados precisamente para ello, para soltar el gag en el momento exacto, porque su naturaleza es la de ser el chiste andante, porque ponerles los reflectores obliga a desarrollar una historia que en su momento no nos interesa porque los protagonistas los tienen como punto de escape y/o descanso.
Con los Minions pasa algo muy peculiar: hay un par de villanos a quienes pretenden seguir y agradar porque su naturaleza les pide aliarse con el más fuerte pero son tan deslucidos Scarlett y Herb Overkill (Sandra Bullock y Jon Hamm en la versión en inglés) que nos roban tiempo para apreciar el recorrido de estos seres por las calles de Estados Unidos. O quizás el trabajo de doblaje al español de Thalia y Ricky Martin está tan exagerado que satura, al grado de que escuchar el extraño lenguaje de los amarillos es un verdadero descanso.
Los Minions son como un caldo de pollo cuando andamos resfriados: brindan confort, alivio, alejan el malestar… es decir, son el bálsamo para una tarde aburrida, una sonrisa ante un día de perros o una alegría que cambia horas de pena. Entonces, ahora se enfrascan en una misión que les lleva a cometer los mismo absurdos de siempre, pero no basta, porque hay hora y media de gags y comedia física que no cansa pero tampoco aporta.
Tristemente son hijos de la mercadotecnia, había que aprovechar el momento y es imposible no consumirlos, son como las palomitas en el cine: ¡es tan raro decirles que no! Claro que es genial pedir a gritos “bananas” o decirle “petete” a cualquier objeto que les signifique juego o diversión, pero aquí hay más balbuceos que construcciones argumentales.
La disfrutas, ríes, incluso enternece por momentos, pero es como hace una trompetilla entre el grupo de amigos: a la primera todo es hilaridad, a la segunda los decibeles de las risas disminuyen, para el tercer logro dos personas esbozan una sonrisa. Al cuarto y al quinto ya no existe más gracia en el sonido. Ya ni hablemos de un sexto, que si lo hay, estamos ante la necedad de quien lo realiza.
Eso son los Minions, una película que se yergue como monumento a la necedad. Y la verdad es que no molesta, al contrario, es necesaria, pero luego de un rato, pasados los minutos, ya queremos que acabe.
Por eso los sidekicks son eso: la comparsa. De tener los recursos suficientes irían a la cabeza. Los Minions tienen esta voluntad de servir y se quedaron en ello. Al menos, están resueltos a causar sonrisas, pero pocas carcajadas.
Minions (2015)
Dirección: Kyle Balda, Pierre Coffin.
Doblaje al español: Thalía, Ricky Martin, Alfonso Herrera, Martha Debayle, Mariano Osorio.
Guión: Brian Lynch.
Edición: Claire Dodgson.
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